La peluca de la discordia

Por: Pilar Vásquez Ojeda – Arte: Antü Garyth González

Darline vende ropa en una feria callejera en Santiago de Chile. En su puesto se comentan las noticias de su Haití natal y de las personas de la comunidad que se fueron a hacer el intento de cruzar la frontera entre México y los Estados Unidos. Cuando la prestamista Ruth la acusa públicamente de deberle plata se inicia una pelea que incluye el robo de una peluca y que Darline resolverá con la ayuda de los espíritus del vudú.

9 de la mañana. Darline rociaba Agua de Florida en tres esquinas de su puesto. En una esquina, unas gotas en honor a los ancestros del lado materno; en la otra, unas gotas en honor a los antepasados paternos, y la última, para los espíritus guardaespaldas que andaban con ella. En voz baja les pidió protección y que la ayudasen a atraer clientes. Al frente, un vendedor ponía un letrero sobre un cerro de plátanos que decía: 2 kilos x 1000 pesos, mientras el vecino trataba afanosamente de montar una ruma de naranjas que al parecer habían cobrado vida propia y rodaban atravesando el pasillo hasta el puesto de Darline. 

Darline no sabía ni de frío ni de días grises y a esa hora ya tenía su puesto armado en la feria de la Avenida San Luis, en Santiago de Chile. Vio una naranja rodando llegar a su local y de forma instintiva la pateó suavemente hacia donde estaba el Mota, un poddle del pueblo lleno de dreadlocks y gris, como el día, que dormía debajo del tablero de naranjas. Guardó el Agua de Florida y se dispuso a empezar un nuevo día.

—Bonjou cheri! Koman ou ye? —decía, saludando a los y las compatriotas haitianas que pasaban durante el día. Algunos entraban a su puesto para ver la ropa nueva que había traído, aprovechaban para hablar un poco de la familia, de Haití y ponerse al día sobre quiénes se habían ido de Chile para hacer la ruta hasta México. El sueño era siempre el mismo: cruzar la frontera y llegar a los Estados Unidos. Cada fin de semana, alguien nuevo se iba. A algunos se les perdía el rastro, de otros se sabía que ya habían llegado a México y los más bendecidos, habían logrado cruzar.  

Mientras conversaba de forma animada con otra mujer haitiana a quien le había encargado un plato con fritay, intercalaba unos: “¡Consulte! ¡Todo barato!” a los clientes que pasaban. Dos hombres entraron a su puesto. Esperaron que la mujer de la comida se marchase y fueron directo al grano. Hacía tres días que la hija de unos de ellos estaba decaída, no podía dormir por las noches y hablaba sola. Sospechaban que le habían hecho “mal de ojo” y precisaban de los servicios de Darline. Habían consultado entre los haitianos conocidos que vivían en Quilicura y varios les habían recomendado su trabajo. Darline era una manbo que había heredado todos los conocimientos y los espíritus de su abuelo –un houngan de respeto– y además se ocupaba de traer los polvos y hierbas directamente de Haití. 

Ella escuchó atentamente el relato de los hombres y efectivamente reconoció los síntomas como mal de ojo. La envidia, comentó, es muy común por estos lugares. Dijo que iba a preparar un remedio especialmente para la pequeña y que los hombres pasaran a buscarlo por su casa. Allí les daría las instrucciones sobre los pasos a seguir. 

Cuando terminaba de hablar con ellos, sintió que alguien la estaba observando. Buscó con la mirada y parada al frente de su puesto estaba Ruth, una haitiana con la que había hecho negocios anteriormente. Ruth era una especie de prestamista informal para todo aquel que no puede pedir un préstamo en una casa bancaria; por ejemplo, alguien con situación migratoria irregular. Si Ruth prestaba 100 mil, pedía que le devolvieran 125 mil y así sucesivamente. Todos los días de feria enviaba a alguien de confianza a cobrar la cuota del préstamo y en un papel tachaba la fecha y la cuota ya pagada. 

Darline ya había terminado de pagar todo lo que había pedido. Con ese dinero había podido ir a Estación Central a comprar al por mayor la ropa que ahora tenía a la venta. Para Ruth la historia era diferente. Según ella, Darline aún le debía dinero, lo que era una razón para ir a la feria, decidida a cobrar lo que creía suyo. 

—Esa mujer cree que tiene el derecho de venir a insultarme a mi trabajo enfrente de todo el mundo. Se paró acá afuera y empezó a gritarme, a decir que yo le debía plata, que yo era una ladrona, ¡imagínate! — contó luego, en un español que le costaba articular cuando la dominaba la emoción. —Así que me paré rápido y la fui a encarar. Que era una mentirosa, que a mí nadie me venía a gritar así.

Nadie sabe quién dio el primer golpe, pero en un segundo estaban las dos en medio del pasillo en un forcejeo de brazos, uñas y cabellos.

Su relato posterior permite imaginar todo lo que sucedió. Los gritos del vecino de los plátanos, la vecina del puesto de ropa usada anunciando: “¡Están peleando las haitianas!” La vecina de más allá alentando: “¡Pégale morena, pégale morena!” El Mota arrancando entremedio de las naranjas. La vecina de las ollas exclamando: “¡Sepárenlas, no ven que hay niños chicos! ¡Uy esta gente Dios mío!”

Después de unos segundos eternos, lograron separarlas. Llevaron a Darline de vuelta a su puesto y la sentaron para que se calmase y bebiese un poco de agua. El corazón le latía a mil por hora cuando de repente sintió una brisa fresca que pasaba por su nuca. Llevó su mano a la cabeza y ahí se dio cuenta:

—Perik mwen! Kote perik mwen an? —gritó.

En el forcejeo, Ruth le había arrebatado su peluca. Era una melena roja-anaranjada con flequillo, que se había comprado hace poco. Mientras intentaba mantener la calma, buscó un gorro de lana que tenía a la venta y se lo puso para tapar su deshonra.

Sintió como las gotas de sudor en su espalda se enfriaban. No quería pensar en lo que podría suceder. 

—Va a tener que pedirle nomás que le devuelva la peluca —le sugirieron.

—¿Tú sabes que si esa mujer va con mi peluca al frente de un cementerio, ella me puede matar? ¡Ella puede hacer cosas muy poderosas! — respondió afligida. —Tengo tres hijos que cuidar. No me puedo morir ¡Esa mujer me puede hacer cualquier cosa! 

—Tú nunca tienes que dejar que alguien se quede con una cosa tuya —dijo otra persona. —¿Qué vas a hacer si esa mujer no te devuelve la peluca? 

Pero Darline tenía la vista perdida en el horizonte, ya no escuchaba. Todos los congregados en el puesto quedaron en silencio.

Al otro día, por diferentes medios intentó hacerle entender a Ruth que le devolviese su peluca, pero todo fue infructuoso. Aguardó un día más con la ilusión de que se la retornase con un intermediario y cada minuto que pasaba era como si su esperanza de vida disminuyese. Por fin, al tercer día, en la noche, decidió tomar cartas en el asunto. Haría una ekspedisyon. Los lwa siempre la habían protegido y ella siempre les había “pagado” todos los servicios. Llamaría a Bawon Kriminel, el único lwa que podría ayudarla en esta situación de injusticia y desespero. Necesitaba un espíritu que actuase rápido. Ella era inocente, pero debía hacer algo antes de que fuese demasiado tarde.  

Buscó una vela, un vaso con agua, una botella con Kleren, Agua de Florida, un plato y un vaso blanco y por último buscó un mouchwa que puso en su cabeza. Cerró la puerta de su habitación y en un pequeño altar que tenía en una esquina encendió la vela y puso todos los objetos junto con una foto de San Martín de Porres, que en el catolicismo es la imagen sincretizada del Bawon. Empezó a repetir el nombre mirando fijamente la llama –Bawon Kriminel, Bawon Kriminel, Bawon Kriminel– y a balbucear frases en un susurro apenas audible. Su cabeza se sentía pesada como si hubiera crecido hasta ocupar el tamaño de toda la habitación, la realidad era una masa espesa difícil de atravesar y se tornaba cada vez más y más lejana. En un momento, todo a su alrededor se volvió verde, cálido y húmedo. Podía ver un pequeño riachuelo a lo lejos, palmeras y un monte con vegetación muy espesa. Era como estar en Haití, en el campo; se sentía como en casa. Escuchaba murmullos a lo lejos y mientras caminaba para ver de donde provenían, la inundaba una sensación de completa paz. Después todo se esfumó, incluso ella.

Sintió la mano de Julie, su hija mayor, acariciándole la cabeza, mientras la ayudaba a levantarse del suelo donde había caído inconsciente. Julie había podido identificar al espíritu que había poseído el cuerpo de su madre mientras estaba en trance. El golpe de la posesión había sido tan fuerte, que Julie –que estaba en su habitación– corrió a ver qué sucedía. Se encontró con el Bawon Kriminel usando el cuerpo de Darline como intermediario. Él se encargaría de todo.

Al día siguiente, en la noche, entraron a robar al almacén de Ruth sin que nadie, entre los vecinos, viera absolutamente nada. Robaron un poco de dinero, una peluca y algo de mercadería. Lo suficiente para que Ruth entendiera el mensaje.

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