La identidad es mucho más que un pastel de nata

Por: Gabriel Costa – Arte: Magda Castría

La inmigración portuguesa en la Argentina es reducida. Escobar, en la provincia de Buenos Aires, es uno de los lugares en los que se concentran viejos migrantes –los últimos llegaron a fines de los ’60– y descendientes, que se reúnen cada tanto para algunas actividades del Centro Recreativo Lusitano. Verónica, una periodista hija de padre portugués, explora en su identidad y, en el proceso, busca unir los puntos dispersos de la descendencia, que no llega a ser comunidad.

“¿Vos sabías que tu papá casi se casa con una portuguesa?” Había algo en las conversaciones inocentes con los viejos migrantes que a Verónica le despertaba una curiosidad infantil. “Rita, muchos años de novios, su familia todavía vive cerca de lo de tu tío, aunque yo siempre supe que no iban a casarse; después apareció tu mamá argentina y bueno, el resto lo conocés”. La voz continuó del otro lado del teléfono en un sonido latoso, casi radial, y si bien el tono de chusmerío la atraía, la piel de gallina que le había provocado el comentario le ganó a tanto abrigo que la vestía ese domingo de junio. Supo de inmediato que una pregunta la atravesaba. No era la angustia por ver que la comunidad portuguesa en Escobar se extinguía por el paso de los años. Tampoco eran las voluntades dispersas de algunos descendientes que le habían manifestado su interés por extender en el tiempo esos patrones familiares que aparentaban conexión, pero no más que eso. “¿Estás ahí? Como que se cortó, ¿no?” Cerraba el puño,  apretaba con fuerza, pero la fina arena de aquel Algarve lejano seguía cayendo, se escapaba. Verónica finalmente entendió que su búsqueda tenía que ver con la construcción de su identidad. 

Nació en Escobar, mezcla de mamá argentina docente y papá portugués cuidador de ovejas en las sierras de Monchique. El silencio fue compañía en su infancia, lo asumió como parte de la quinta de flores donde vivía. Pero en la adolescencia empezó a sospechar, el silencio  le hizo ruido. Pocas palabras, magra compañía, nada de sentimientos. Unos años después encontró en el periodismo la rebeldía, aprendió a preguntar y la búsqueda desde entonces no se detuvo. Tuvo la suerte de viajar en distintas ocasiones a Portugal; cada vez que pudo, volvió. Indagó en el vacío de las sierras y su aroma a estevas, dejó volar la imaginación con las gaviotas de Quarteira, se impregnó los dedos de arena del río Alvor al buscar berberechos. En su vida cotidiana en el conurbano persiste en la búsqueda, se mantiene en movimiento, tiende puentes entre sus raíces, los brotes de una transnacionalidad replicada y la curiosidad.

La portuguesa no es de las comunidades más numerosas en la Argentina. El Observatorio de Colectividades de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires registra, con datos de la Dirección Nacional de Migraciones, que entre 1857 y 1970 ingresaron al país 45.000 portugueses. Los últimos arribos son de hace cincuenta años, se trata de una población envejecida. Villa Elisa, en La Plata, o Comodoro Rivadavia, en Chubut, fueron de las ciudades que más portugueses albergaron en su llegada. Pero los parientes de Verónica se decidieron por Escobar, al norte de la provincia de Buenos Aires. ¿Por qué ahí? Cadenas migratorias: una estrategia habitual en los movimientos de personas y en particular entre los migrantes de las zonas de Algarve y Seia, que básicamente consiste en establecer redes de conexión entre individuos para compartir información y poder extender el proceso migratorio en base a lazos y experiencias, como descubrió Verónica en su búsqueda por entender, a través de los escritos de Marcelo Borges, un profesor de historia, doctor e investigador que profundizó en este tema.

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Adentro de lo que todos nombran desde siempre como “el club” o “el Club Portugués” y en realidad se llama Centro Recreativo Lusitano se recreaba la aldea, se usaba el idioma, se celebraba el 13 de mayo, día de la Virgen de Fátima, se alentaba la construcción de parejas, se buscaba que la descendencia continuase. Eran estrategias para dejar de ser un grupo de familias interconectadas por lazos de parentesco o de cercanía geográfica en el país de origen y lograr constituirse como comunidad. Do outro lado del portón, apenas conocidos, le explicó a Verónica el doctor Fernando Moura en una de las tantas rondas de mates que compartían cuando él venía de viaje desde Brasil, donde vive hace ya varios años. “Ya no es lo mismo, las cosas cambiaron, como la defensa de Boca, que nos trae cada vez más disgustos”, resumió informalmente Fernando, ese amigo familiar del barrio Lambertuchi que es también uno de esos puntos dispersos, parte de la descendencia que no llega a ser comunidad.

El 8 de mayo, el Centro Recreativo Lusitano festejó su 46 aniversario. Verónica decidió ir. En medio de una fila de autos, intentaba llegar a la entrada. Bocinazo, avanzaba. Dos bocinazos más, nada. Y así media hora. Cuando finalmente logró divisar el portón, pensó que el tiempo había pasado, para todos por igual. Es que para ella la visita al club siempre fue ocasional, y ahora que volver a Escobar era algo que ocurría solo en ocasiones especiales, regresar a este espacio tenía un significado particular. 

Tuvo esa sensación rara que le brotaba desde niña al ver el cartel del “club”: un poco que era parte, un poco que no. La limitación de participar como reina, comer sardinas, bailar en el rancho folclórico o quedarse afuera. Las ausencias de su papá cuando salía a trabajar, el vínculo poco explorado con esa parte de la familia y la cercanía en sentimiento a pesar de las distancias en kilómetros con su tía Meninha. 

“¿Entrada por favor?” Al sacar el cartón de su campera, una ráfaga de viento se lo voló unos metros más allá. Hacía mucho tiempo que no se cruzaba con Mariano, a quien ese día le tocaba oficiar de controlador, pero la relación de aquellos años cuando jóvenes fue suficiente para resolver la incomodidad de la situación con una sonrisa. Verónica se alejó de la fila al trote para recuperar la entrada, que quedó estampada contra una inmensidad negra: el nuevo portón del “club”. Frente a él, no fueron los delicados firuletes que lo adornaban lo que le llamó la atención, sino la simpleza de la metáfora: se desplazaba para un lado y se entraba a la vida portuguesa, se desplazaba para el otro lado y se ingresaba a un torneo de fútbol argentino. 

Ese día, en los festejos por el aniversario no salió su número en la rifa e intentó quedarse con un vino Oporto en el remate pero su oferta fue rápidamente superada. De todas formas, a pesar de los infortunios, se quedó a tomar el café y compartir un rato con conocidos de cuando Escobar era pueblo. 

Se le acercó Diego, hijo de una portuguesa divina de una casa a la vuelta de la de su abuela. “Vero querida, hace tanto que no venía y mirá dónde te vengo a encontrar. ¿Qué hacés acá?” Mojó su filhose en el café y el olor a humedad le recordó a las fatías de ovo que comió en alguno de sus viajes a Cortelha, en el sur portugués. “Não, Martín não vino hoy porque tenía otra cosa”; Laurinda siempre le hablaba de sus nietos, no importan los años que pasaran sin verse. Sintió algo duro al morder y enseguida recordó la pregunta que le había hecho Daniel, otro medio pariente, cuando fue a su consultorio a revisarse las muelas: “¿Y si hacemos algo para salvar al club?” No había concordancia entre su preocupación y lo que ahora veía, al menos en los números: la recaudación, aquel día, fue un éxito. 

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De regreso hacia su casa, ahora en Pilar, Verónica sentía un ruidito molesto que por momentos no le permitía escuchar el fado de Carminho que había puesto desde su celular. Desestimó el Whatsapp de su hermano preguntando si había escuchado algo sobre los turnos para sacar la ciudadanía a sus sobrinos. Demasiado instrumentalista, pensó. Frenó en un semáforo de la Ruta 25, otra vez el ruidito. ¿Se podrá sentir saudade de una comunidad de descendientes que no existe? Luz verde, acelerar y el tilín, tilín que volvía. Hasta que se percató de que el sonido aparecía cada vez que golpeaba el tablero con su llavero del que colgaba un gran Galo de Barcelos.

Volvió a mirar el celular, otro mensaje en la lista. “¡Encontré el poema de Pessoa que me decías! ¿Es este que dice ‘El disfraz que me puse no era el mío. Creyeron que yo era el que no era, no los desmentí y me perdí. Cuando quise arrancarme la máscara, la tenía pegada a la cara. Cuando la arranqué y me vi en el espejo, estaba desfigurado’?”. Cada Whatsapp que le enviaba su psicóloga le despertaba risas, demasiada sinceridad para una nostálgica en reparación.

Verónica trabaja en su identidad y encuentra en la comunicación la última probabilidad de extender ese proceso a una comunidad; generar conexiones entre descendientes de portugueses dispersos, sin vínculos comunitarios. Parte de los silencios de su papá migrante, se nutre de una cultura híbrida y trasnacional, le atrae la idea de un nosotros, se contenta con las nuevas propuestas que llegan más allá de Cristiano Ronaldo y los pasteles de nata. Pero cada vez que llega la hora de dormir, la pregunta brota de nuevo: ¿soy portuguesa?

 

*Esta nota se elaboró a partir de algunos pasajes de la tesis de la Maestría en Política y Gestión de las Migraciones Internacionales, Universidad Nacional del Tres de Febrero (UNTREF), que el autor desarrolla actualmente.

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