En la frontera los perros ladran a medianoche

Por: Dorali Lobo – Arte: Rafa Cuevas

El límite de Chile con Perú es la línea que intentan cruzar, cada noche, decenas de personas perseguidas por el sonido de los motores, los ladridos y las armas de los patrulleros. Romina es una de ellas. Dejó Venezuela a los 22 años y se lanzó a esa travesía después de esperar un año una visa chilena que nunca llegó.

Romina se fue de Venezuela en marzo de 2018, a los 22 años, con el corazón partido, la inmadurez y la inexperiencia propia de una chica de su edad que nunca había salido de su país de origen. Se despidió de su abuela, de su madre, de su abuelo y de su hermana; una familia a la que no ha vuelto a ver desde entonces. La perrita no entendía qué pasaba pero aun así ladraba y saltaba moviendo la cola.

Se ha formado en el exilio y sus sinsabores, ha crecido lejos de su casa y de lo que conocía. Tiene una colección de historias para contar, de días llenos de contrastes, de acentos, de hermosos paisajes y lugares, bellos recuerdos, malos momentos, amigos y amigas de diversas partes del mundo y culturas; ha hecho esfuerzos, padeció estigmas ligados a su nacionalidad o por ser mujer. Vivió un poco más de un año en Colombia y otro tanto en Perú. En el medio, dos meses en Ecuador. Para entrar a Chile, el país de sus anhelos, le exigían una visa que nunca llegó.

Perdida en la burocracia

En septiembre de 2019, Romina postuló a la Visa de Responsabilidad Democrática –que permite a venezolanos la residencia temporal en territorio chileno–, mientras hacía voluntariado en un hostal ubicado en Huaraz, un paraíso cordillerano que posee los nevados más codiciados de la sierra peruana. Esa visa, que era la que necesitaba para ingresar a Chile de forma regular, nunca se la aprobaron. Tampoco se la rechazaron. El proceso se congeló en el tiempo.

De Huaraz, Romina se trasladó a Lima. Visitó constantemente el consulado de Chile, envió correos electrónicos, hizo llamadas, hizo absolutamente todo lo que estaba en sus manos; no hubo respuesta. En Lima, su rutina empezaba a las 6:30 de la mañana y terminaba a eso de las 7:30 de la noche. Tenía un día libre en cada uno de sus dos trabajos (hacía un voluntariado en otro hostal, por el que accedía al hospedaje, y en una chocolatería cobraba un dinero con el que cubría sus gastos personales) e hizo malabares para hacerlos coincidir, para poder trabajar limpiando una casa una vez por semana.

Hizo todo lo que pudo, soportó todo lo que pudo, pero ya no más. Finalmente, decidió marcharse. A comienzos de agosto de 2020, en medio de la pandemia de COVID-19, llegó a la ciudad de Tacna, el último rincón de Perú antes de la frontera sur con Chile. Convivía ahora con personas que no conocía, prácticamente escondida en un hotel, esperando las indicaciones para sumarse a un grupo de seis o siete personas que cruzarían esa línea hacia “un mejor futuro”.

Primer intento

El tour empezaba algunas veces en un auto con un letrero que decía “taxi” pero que no lo era, otras en un autobús en donde había que fingir ser viajeros comunes y corrientes que habían pagado un boleto, o también en una van en la que se actuaba de turista.

Las miradas cruzadas entre desconocidos dibujaban hilos imaginarios, tejían complicidad pero también la premonición de que el peligro acechaba.

Romina y los demás llegaron al borde entre los dos países una noche de mitad de agosto. Atravesaron a oscuras unos pastizales. Los perros que ladraban en la lejanía los delataban. Todos estaban asustados, caminaban y corrían escurriéndose por los arbustos. Había mucha gente intentando cruzar. Nadie sabía bien qué hacer, no había guías, estaban solos. Muchos susurraban, se hacían callar entre sí, seguían moviéndose, arrastrándose o caminando.

Los perros ladraban cada vez más fuerte, algunas mujeres se agacharon a orinar antes de continuar con la travesía. Entre pasos torpes, transcurrió el tiempo. Llegando a la frontera, Romina y su grupo se toparon con el ejército chileno, patrullas apuntando focos a las caras, gritándoles que se sentaran en la arena. Muchos rostros mirándolos. Romina entró en crisis y no paraba de llorar. Fue una noche triste en la que quedaron al principio del camino. Allí amanecieron, no pudieron entrar a Chile.

Las líneas del tren

El 28 de agosto, Perú celebraba, como cada año, un nuevo aniversario de la devolución de Tacna por parte de Chile. Paralelo a ese panorama festivo, la ciudad era escenario de la mayor movilización de personas vista en Sudamérica: la migración, esta vez irregular. De las penurias de estar sin papeles en países en donde la xenofobia y el rechazo social se están normalizando. De la falta de oportunidades ligada a la falta de esos papeles, por los sistemas burocráticos que no facilitan la obtención de visas o permisos para tener una vida digna.

Con la noche empezaban las travesías migratorias. No se podía hacer ruido, ni tener los celulares encendidos ni hablar fuerte. Todo movimiento tenía que ser el justo y necesario.

Las líneas del tren eran uno de los pasos irregulares. Siempre se escuchaba: “Váyanse derechito por las líneas del tren y van a llegar al otro lado”.

En su segundo intento, Romina caminó por aquellas líneas, en medio de matorrales y arena, hasta rozar la frontera. Se cruzó con un puñado de chacras; algunas estaban vacías, otras parecían habitadas. A la derecha quedaba el mar, pasar por la orilla no era una opción porque los marinos resguardaban la zona .

Romina estaba asustada. El miedo a morirse en un lugar así. Callada, sentada en el último muro de tierra que separa a Perú de Chile, donde todos estaban agachados o en cuclillas. Había quienes aprovechaban para merodear y recoger lo que los migrantes dejaban tirado por el camino por no poder seguir cargando tanto peso.

Del otro lado del muro, comenzaron las amenazas, en medio de gritos y luces. Los volvieron a atrapar. Romina, corrió a ciegas de regreso, sintiendo los gritos en el cuello. Cayó en un hueco y se torció el pie derecho. ¡Esguince!

Piñera en Chacalluta

Los coyotes informaron que el 29 de agosto, el presidente Sebastián Piñera visitaría en Chacalluta, todo estaría doblemente militarizado y resguardado. Había que esperar para un nuevo intento.

Una van dejó a Romina y los demás en la carretera panamericana sur cerca de Chacalluta, el sol se había ocultado cuando arrancó el tercer intento. Comenzaron a caminar con dirección a las montañas. Romina, con el pie vendado, trataba de seguir el ritmo del grupo. Había una mujer que llevaba un bebé en brazos y una mochila incómoda en su espalda. Había más niños que las otras veces. Ella vio cómo se cayeron la mujer y su bebé.

Como en cada intento, los coyotes los dejaron solos. La patrulla fronteriza peruana los encontró.

Uno de los policías le dijo al otro: “Que se regresen caminando, les encanta tanto caminar que llegaron hasta aquí así.”

Los llevaron a la comisaría fronteriza. Había policías que agarraban a uno o dos y les conversaban, les decían que les cobraban en dólares para cruzarlos al otro lado, asegurándoles que ellos conocían bien la zona.

Había cuarentena por la COVID-19 y no circulaba transporte, por lo que finalmente sí les tocó caminar hasta Tacna. Fueron kilómetros eternos. Tenían los pies cansados, no habían comido y ya no quedaba agua.

Pasaron varios días sin intentarlo de nuevo. En el hotel, Romina se vendaba el pie hinchado y descansaba un poco. Tomaba antiinflamatorios y se echaba Mentholatum para el dolor.

La magia del desierto

La luna era una linterna en la noche del 1º de septiembre de 2020, cuando a los que esperaban en aquel hotel les informaron que lo intentarían de nuevo.

Romina vestía con la ropa necesaria; llevaba un cargador portátil, maní, chocolate, agua, una bebida energizante Score para no cansarse tanto y el pie vendado.

En el desierto no polar más seco del mundo, y justo en esa parte de la frontera, lo que más se escuchaba era sobre la existencia de un campo minado. Extraviarse no era opción porque la inclemencia del frío nocturno y el calor de un día soleado podía costarles la vida.

Anochecía, había que cruzar tres ríos secos muy accidentados. La vida y la muerte jugando ajedrez.

Romina estaba deslumbrada: al llegar a la cima de algunas pampas y bajo esa luna brillante, su alrededor parecía de otro planeta. No podía dejar de pensar que realmente parecía un fondo marino de hacía miles de años. Las magníficas formas rocosas se revelaban con cada destello de luz lunar. Todo era misticismo, desolación, silencios y belleza. La inmensidad de un desierto en niebla soñolienta. ¡Lo inconmensurable!

El tiempo era como un chicle, se estiraba y se contraía. O iba en círculos. Enfrente de ella y el grupo estaban las pampas que antes veían de lejos. Eran tan empinadas que tenían que subir con manos y pies. Romina, le pedía permiso a la Ñuke, que la dejara entrar en sus montañas, que no se quería perder.

Buscaban el cúmulo de luces de Arica en cada cima, esa era su brújula nocturna. Descansaron unos minutos a la mitad de una pampa, se vieron envueltos de una densa neblina que bajaba. El aire gélido los hacía sentir sueño, dormitaban sentados. Romina se iba esfumando, sus párpados se juntaban y cabeceaba. Cerró los ojos por un instante y escuchó la brisa silbando. Dio un salto, sacudió por el hombro a uno de sus compañeros, les habló a los demás para que no se quedaran dormidos por el frío.

Romina o yo

A las 5 de la madrugada, se escucharon ruidos bruscos en el horizonte y voces en medio del desierto. Romina y el grupo se arrastraron por la arena y por el terreno pedregoso detrás de unas colinas desérticas con las que se iban topando, confiando en que la lejanía los protegería de ser vistos.

Levantaron la mirada hacia la cima de las pampas y vieron dos siluetas deslizándose veloces hacia ellos para interceptarlos.

Eran dos militares del ejército chileno. Armados. «Todos al suelo, manos arriba, tiren sus cosas al piso”. Los nervios les crisparon el cuerpo. Los tres hombres tuvieron que vaciar las mochilas y las tres mujeres quedaron sentadas en la arena.

Uno de los militares hablaba por radio y le decía a su teniente que habían interceptado al último y tercer grupo de esa noche. Lo iban a devolver al Perú. Después les habló a los detenidos: «¿Por qué se metieron tan adentro de las montañas yendo hacia Bolivia? Los estamos viendo desde hace harto rato.”

Tras un largo interrogatorio, les preguntó: “¿Qué vienen a hacer acá si está la cagá?” Y después: «Cállense.» Volvió a agarrar su radio y dijo: “Sí, sí, si, teniente, seis adultos y un niño chico, de 7 años. Los estoy viendo ahora mismo caminar, alejándose entre las pampas, con dirección hacia el Perú. Acá nos quedaremos hasta perderlos». Acto seguido, le habló de nuevo al grupo: «Están muy cerca de llegar a Arica. Pero tienen que caminar un par de horas más. Los voy a dejar pasar. Pero si los vuelvo a ver los voy a detener. Hay hartas patrullas rondando por la carretera. Si los ven, los detienen; ellos ven que harán con ustedes.” Los militares se fueron y los migrantes corrieron, antes de que llegara el otro combi del ejército.

Amaneció y vieron la carretera estrecha que venía desde Bolivia, la cruzaron y volvieron a adentrarse en el desierto. Siguieron por la pampa, más desierto, más arena, más camino pedregoso, subir y bajar. Después de unas tres horas llegaron a la cumbre de la última montaña. Abajo había autos, buses, camiones, era como un pequeño oasis.

Encendí mi celular, quise gritar, estaba feliz, estaba extasiada, estaba incrédula, tenía tristeza y alegría, tenía de todo. Eran las 8 de la mañana. Después de unas 15 horas, al fin llegué. Era 2 de septiembre de 2020. Romina era yo.

El siguiente artículo contiene opiniones y puntos de vista que son expresados por el autor y no necesariamente reflejan la posición oficial de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Las opiniones expresadas son de naturaleza subjetiva y están destinadas a fomentar la discusión y el intercambio de ideas sobre diversos temas relacionados con la migración y la movilidad humana.
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