El Tucu no es de Tucumán

El‌ ‌Tucu‌ ‌nació‌ ‌y‌ ‌se‌ ‌crió‌ ‌en‌ ‌Dakar.‌ ‌De‌ ‌chico‌ ‌aprendió‌ ‌a‌ ‌estar‌ ‌lejos‌ ‌de‌ ‌su‌ ‌hogar,‌ ‌pero‌ ‌en‌ ‌su‌ ‌juventud‌ ‌la‌ ‌distancia‌ ‌se‌ ‌amplió‌ ‌a‌ ‌un‌ ‌océano:‌ ‌alguien‌ ‌le‌ ‌habló‌ ‌de‌ ‌la‌ ‌tierra‌ ‌de‌ ‌Messi‌ ‌y‌ ‌de‌ ‌las‌ ‌posibilidades‌ ‌de‌ ‌hacer‌ ‌dinero,‌ ‌él‌ ‌vendió‌ ‌su‌ ‌auto‌ ‌y‌ ‌fue‌ ‌hacia‌ ‌un‌ ‌país‌ ‌sobre‌ ‌el‌ ‌que‌ ‌poco‌ ‌sabía.‌ ‌Vivió‌ ‌una‌ ‌década‌ ‌entre‌ ‌Buenos‌ ‌Aires‌ ‌y‌ ‌Tucumán,‌ ‌donde‌ ‌vendió‌ ‌relojes‌ ‌y‌ ‌anillos,‌ ‌se ‌casó‌ ‌dos‌ ‌veces‌ ‌y‌ ‌sostuvo‌ ‌a‌ ‌su‌ ‌familia‌ ‌a‌ ‌la‌ ‌distancia.‌ ‌Gisele‌ ‌Kleidermacher‌ ‌cuenta‌ ‌una‌ ‌historia‌ ‌mediada‌ ‌por‌ ‌charlas‌ ‌de‌ ‌café,‌ ‌las‌ ‌redes‌ ‌migratorias‌ ‌y‌ ‌la‌ ‌espera‌ ‌para‌ ‌tener‌ ‌documentos.

El Tucu no es tucumano, pero es el apodo que ambos le pusimos al conocernos hace más de diez años, cuando él vendía cadenitas y anillos justo frente a mi casa, al lado de un Mc Donalds, sobre la avenida Córdoba, en el barrio de Almagro. Cansado de que le preguntaran por su procedencia, adoptó esa respuesta para personas curiosas.

El Tucu nació en Dakar, la capital de Senegal, y vivió en Somone, una zona turística a una hora de su ciudad. Luego migró hacia la Argentina. Vivió en Tucumán y en Buenos Aires, donde trabajó todos los días, de lunes a lunes, sin descanso, excepto cuando llovía y no podía armar su puesto: una mesa de madera, cubierta con un paño rojo, sobre la que acomodaba de forma ordenada unas cadenitas de color dorado y de plata que compraba en el barrio de Once a un mayorista que las importaba de China. También vendía pulseras de diferentes largos, relojes muy grandes de todos los colores y anillos de diversas formas y tamaños. Trasladaba su puesto en colectivo a la mañana, cuando salía de su casa en Rivadavia y Sánchez de Loria; cuando regresaba discutía a diario con choferes que no le permitían subir con esos bultos. Desde hace dos años vive en España, en Palma de Mallorca. Sueña con mudarse a Londres. Aunque no duda en afirmar que su hogar es Senegal, donde piensa volver.

Enero de 2009. El Tucu no se fue a la costa a vender como el resto de sus compatriotas. No tiene sentido porque, dice, se invierte demasiado dinero que no se recupera. Duerme pocas horas, se levanta temprano todos los días, compra mercadería, arma su puesto. Lo poco que vende lo envía a su familia por Western Union y lo que queda lo usa para comprar comida y pagar su pensión. Al regresar, debe bañarse, rezar y cocinar, le queda poco tiempo para dormir. No hay días de descanso, su familia espera las remesas que él manda para poder mantenerse.

El dinero se reparte entre su madre y sus hermanas, pero también entre las otras esposas de su padre y sus medio-hermanos.

—Soy una vaca lechera, mi papá tiene tres esposas, está jubilado y con mis hermanos puedo hacer un equipo de fútbol con dos suplentes.

En su casa nadie trabaja, sus hermanos y hermanas estudian y buscan empleo, así que dependen de él.

—Me educaron así. Cada padre quisiera tener un hijo que hace lo mismo, que se va y consigue plata para todo eso.

Además de la necesidad de los suyos está su honor, “yo puedo decir que no me está yendo bien pero no me van a creer, piensan que es porque no les quiero mandar plata”.

Desde chico aprendió a estar lejos de su familia. A los ocho años su madre lo envió con un tío a estudiar a Somone “porque era muy terrible”, cuenta. Regresó unos años más tarde a su casa natal en el barrio de Grand Dioff, a 40 minutos del centro de la ciudad (en taxi y en horario no pico). Es un barrio de clase trabajadora, lleno de edificios bajos, muchos sin terminar, calles de tierra y sin alumbrado público.

Ya de grande, trabajó como guía turístico en la Isla de Gorée, ex centro de traslado de personas en situación de esclavitud. Hoy, gracias a esa tremenda historia, vive del turismo. En Gorée conoció a una pareja de franceses que le pidió que viviera en su casa de vacaciones como cuidador, en la zona turística de Somone, otra vez. Allí nació la idea de viajar a la Argentina. Vendía instrumentos musicales africanos a turistas y así conoció a un amigo quien le habló de la tierra de Messi y de las posibilidades de hacer dinero. Aunque tenía un buen pasar en Senegal, decidió vender su auto y otros objetos para pagar su pasaje y cruzar el océano hacia un país sobre el que poco sabía.

Le gustaba la idea de alejarse de su familia extensa que siempre iba a pedirle dinero, “en Senegal todos son familiares por alguna línea, y piden cosas al que está vendiendo algo y no puede negarse”.

Después de volar 5300 kilómetros de Dakar a San Pablo, de pasar 20 horas en un micro que lo llevó hasta la frontera con Argentina, de pagar a pasadores para que no lo controlen en el paso, y de aguantar otras 24 horas en otro bus, llegó hasta la estación de Retiro, en Buenos Aires, el 15 de octubre de 2006. Recuerda con precisión la fecha.

Marcó en un teléfono público de la estación el número de una persona oriunda de su mismo barrio; solo conocía su nombre. Él lo llevó hasta un hotel familiar en Once. Allí compartieron una habitación durante algunos meses con otras ocho personas. También ese compatriota le dejó su puesto del Mc Donalds cuando decidió irse a vivir a Brasil. Desde ese momento el Tucu vende, pero quiere volver a su país. Dice que es un “boludo”, que en Senegal no le iba mal, y acá “no tiene vida”. Sin embargo, volver no es una opción para él:

—La migración es como la guerra, si salís, no podés regresar, es muy feo que te vayas a la guerra y saliste corriendo para no morirse.

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Al Tucu no le gusta pasar tiempo con senegaleses, si bien es más barato compartir habitación en los hoteles familiares; ni bien pudo, alquiló su propio cuarto. Vale la pena, dice, para poder descansar cuando uno quiere y no tener que pelear cuando comen la comida que uno compra. Sin embargo, todo eso cambió el 5 de julio de 2012, cuando la policía le secuestró la mercadería: 496 anillos y relojes. Le dejaron un número telefónico y una dirección. Trató de comunicarse pero no la pudo recuperar.

 

Luego del incidente, llegó a la pensión donde vive el Tucu. Él cocina mientras sus compañeros volvían de comprar. En la pequeña habitación del segundo piso de la pensión ubicada en Rivadavia y Sánchez de Bustamante hay una cama matrimonial sobre la que hay relojes, pilas, pinzas y dos anotadores donde apunta lo que vende y lo que le deben.

 

Al costado hay una notebook con Facebook y Skype abiertos, así se comunica con su familia. También una pila de fotos de su infancia. Un ropero pequeño con la puerta abierta deja ver bollos de ropa. A su lado, una mesa donde hay aceite, detergente, desodorante y otros productos mezclados. Hay tres valijas con relojes, una heladera y un bidón grande de agua. En el piso, tapado con diarios, una bandeja con arroz, zanahoria, cebolla, pedazos de carne y una salsa espesa a base de tomate, es el plato tradicional de su tierra, Tiéboudienne (o chebuyen como suena).

 

El Tucu vende relojes desde hace una semana, se los trae una persona desde Paraguay. Se gana por cantidad. Dice que aún no se enteraron todos los senegaleses y eso lo pone ansioso, por eso organizó esta cena, que va “por su cuenta” en su habitación. Trabaja hasta las dos de la mañana, lleva relojes a los puestos durante el día y también los envía al interior. Durante la noche, los vende en su habitación.

 

Quiere alquilar algo más grande porque los relojes ocupan mucho lugar. También busca trabajo. Le gustaría tener algo más estable que le permita enviar dinero a su familia con regularidad, sin correr riesgos.

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El Tucu se fue a Senegal a visitar a su familia en septiembre de 2015. Llevó regalos. Su mamá lo esperaba con una prometida, una prima segunda, como se estila en su etnia, los lebou. Fue a verla a su casa, luego ella fue a la suya y a las dos semanas de estar en Senegal, me envió fotos de la fiesta de casamiento. Compartieron lecho durante dos semanas, luego él se volvió, y ella, se fue a vivir a la casa de su suegra, con sus cuñadas y demás familia de su marido, tal como es la tradición.

 

No es el primer matrimonio del Tucu. La primera vez que se casó fue en 2007, al poco tiempo de llegar a la Argentina. Le presentaron a una mujer que vivía en Córdoba. Ella necesitaba dinero. Él, los papeles. A cambio de una suma acordada se casaron por registro civil. Sin embargo, el matrimonio no prosperó y tampoco su regularización migratoria que ocurrió recién en 2013, gracias al Plan de Regularización para personas oriundas de República Dominicana y Senegal, vigente de enero a julio de 2013.

 

El segundo casamiento fue con Jesica. La conoció a través de Facebook, en 2008. Ella vivía con su familia en Morón y él la visitaba los fines de semana. Después de un tiempo le pidió que se casaran bajo las normas del islam, ya que lo hacía sentir mal tener relaciones por fuera del matrimonio. Así fue como, en una pequeña ceremonia, un marabout los convirtió en marido y mujer, aunque continuaron viviendo en casas separadas.

 

Luego de dos años, el Tucu decidió terminar la relación. Había muchas discusiones, ella le pedía pasar más tiempo juntos y no entendía sus obligaciones de trabajar y rezar.

 

Su tercer matrimonio también es a la distancia, pero con un océano de por medio.

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En diciembre de 2015 nos juntamos en un bar sobre la avenida Pueyrredón, a metros de Corrientes, en pleno barrio de Once. Es un café chiquito donde solemos reunirnos a conversar los viernes por la tarde, luego de su visita a la mezquita. Es el único día que tiene franco desde que trabaja en un shopping para una empresa de seguridad.

 

Cada vez que entramos las miradas se posan sobre su metro ochenta, su piel negra, su gorra de Nike con visera. Mientras charlamos, está atento al celular. Su esposa le habla desde Dakar, me da su teléfono para que escuche el audio en idioma wolof. Ella no sabe escribir. Le pido que me traduzca al español.

 

Me cuenta que le está pidiendo permiso para visitar a su padre enfermo que vive en otro pueblo. Él la autoriza, pero pone un horario de regreso; ella respetará la decisión de su marido. La mujer, dice el Tucu, debe dedicarse a él, elegirle la ropa, seleccionar el mejor trozo de carne de la comida, entre otras obligaciones.

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En enero de 2017, en medio del calor de Buenos Aires, volvimos a juntarnos en el bar de Pueyrredón. En ese momento el Tucu estaba preocupado. Su trabajo como seguridad privada en un shopping de las afueras de la ciudad le daba desde hacía dos años un sueldo estable. Pero también lo obligaba a levantarse a las cinco de la mañana y regresar a las once de la noche. A eso se sumaban las peleas por el pago de las horas extras y que no le permitieran tomarse vacaciones. El Tucu empezó a pensar en otras opciones de trabajo. Esta vez, fuera del país.

 

Una vez que consiguió el pasaporte argentino, averiguó los requisitos para entrar a otros países. Buscó en Canadá, en Australia, en Inglaterra, hasta que un primo le habló de posibilidades en Palma de Mallorca, España.

 

Después de ahorrar dinero y buscar en sitios de internet y agencias de turismo, me llamó el primer día de septiembre de 2017 para contarme que tenía sus pasajes: iría a Senegal a ver a su familia y luego, partiría “si Dios quiere” a España.

 

Nos juntamos en el bar de siempre. Me mostró los regalos que había comprado para llevar a su hermana, a su madre y a su esposa. Habló de las valijas, del costo del pasaje, de la transferencia y de lo que allí haría.

 

El 10 de septiembre recibí fotos de un Tucu en traje colorido y elegante, junto a su compañera, disfrutando de la fiesta del cordero, en Senegal, una de las más importantes para la religión musulmana. En noviembre de ese año su primo le dijo que ya había un trabajo en Palma, y hacia allí partió, a probar suerte, dejando a su esposa y el resto de su familia en Dakar.

 

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Dos años más tarde, vuelve a esperar para tener un documento, esta vez español. Trabaja como lavaplatos en un hotel lujoso de la costa de Palma. Espera un hijo en Senegal al que no podrá conocer hasta que cumpla un año, y él tenga su documento que le permita salir y también regresar. Puede enviar remesas. El euro vale mucho más en Cefas senegalesas que el devaluado Peso argentino. Aún en medio de la pandemia, sigue cobrando un sueldo. La distancia con su hogar, aquel desde el que partió y que ahora espera un nuevo miembro, parece más corta.

Julio 2020

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