El camino del regreso y la reparación

Por: Mónica Szurmuk – Arte: María Belén Santis

Julio Ramírez y Vicenta Orrego llegaron al sur del conurbano bonaerense huyendo de la dictadura de Alfredo Stroessner en el Paraguay. Pero aquí fueron alcanzados por el terrorismo de Estado y sus tres hijos, secuestrados durante siete años en el Hogar Casa de Belén de Banfield. La del medio, María Esther Ramírez, fue testigo en el juicio por el asesinato de su madre. Viajó hace poco, desde Suecia, para escuchar una sentencia reparadora que será traducida al guaraní por orden de los jueces.

“Al fin llegó este día.”

Por zoom desde Suecia, donde vive desde hace más de cuarenta años, María Esther Ramírez comienza su testimonio en el juicio por el asesinato de su madre, Vicenta Orrego, en marzo de 1977 y el posterior secuestro de ella y sus hermanos durante siete años en el Hogar Casa de Belén de Banfield. Una casita pequeña, del montón en la década del setenta, la Casa de Belén era un hogar de guarda que dependía de la iglesia Sagrada Familia que estaba a dos cuadras. Allí fueron internados, con apellidos cambiados y alejados de sus familias, hijos e hijas de militantes políticos asesinados o desaparecidos. En ese lugar, María fue sometida a abusos físicos, psicológicos y sexuales. Pero sobrevivió. Durante todo ese tiempo los recuerdos de Vicenta eran su único sosiego. “Mi mamá nunca me abandonó», afirma, desafiando el repetido insulto de su apropiadora que le decía que su madre era una puta y una guerrillera que había abandonado a sus hijxs. 

Durante su testimonio, unos días después, Julio Ramírez, el padre de María sostiene una foto de Vicenta. Se la ve joven, hermosa. María se parece mucho a la madre. Tan fuerte es el parecido que su abuelo materno se desmayó cuando la vio por primera vez, en un viaje a Paraguay que María hizo con su padre hace unos años. Cuando habla de Vicenta, la voz de Julio se quiebra. “Era mi amiga,” dice, “amiga de toda la gente.”  

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Julio y Vicenta llegaron a la Argentina a principios de 1970 huyendo de la dictadura de Alfredo Stroessner. Se instalaron en el barrio Santa María de Bernal Oeste, en la zona sur del conurbano bonaerense. Abrieron un almacén que atendía Vicenta mientras Julio trabajaba en la construcción en la capital. Allí nacieron los hijos: Carlos en 1971, María en 1972 y Mariano en 1974. 

La vida estaba llena de amistades, chicos, música y trabajo. Julio, que llegó a ser Vicepresidente de la Sociedad de Fomento del barrio, consiguió la instalación del agua corriente y ayudó a instalar los caños. “La situación daba mucha pena», recuerda. Junto con otros jóvenes militantes y los capellanes tercermundistas, Vicenta organizaba actividades culturales para lxs niñxs. “Eran muy felices,” dicen en el barrio, donde los Ramírez aún tienen su casa. En diciembre de 1974 la familia comenzó a desintegrarse: Julio fue detenido.  

“Todo nuestro camino al infierno se inicia ahí”, dice María.   

Vicenta quedó sola, tenía 27 años y tres chicos muy chiquitos. Hostigada por la policía, tuvo que abandonar el almacén e irse. Un cura le dio refugio en una parroquia del barrio Itatí de Bernal. Vicenta se sintió segura un tiempo hasta que el párroco fue asesinado a fines de 1976. A principios de 1977, se instaló con los chicos en una casa de Nother y Santa Cruz del barrio San José en Almirante Brown, también en el sur del Gran Buenos Aires. 

La casa era pequeña pero de material. Estaba a cuatro cuadras del asfalto y pegada a un descampado. Vicenta la llenó de juguetes y la perfumó de bizcochuelo. Los chicos jugaban en la calle y corrían detrás del perro. De esa época es la foto en blanco y negro de los chicos abrigados, mirando la cámara, apretados en racimo, la mano de María sobre el hombro de Mariano. Vicenta le dio esa foto a Julio cuando fue a visitarlo a la cárcel. Preservada del desastre, esta imagen fue transformada varias veces en pintura por María, que la llenó de color, ponchos anaranjados, luces rojizas, niños con la mirada fija. 

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En la madrugada del 15 de marzo de 1977, a María la despertó un ruido fuertísimo. Estaban ametrallando la casa. Vicenta agitó un pañuelo blanco y pidió que la dejaran sacar a los chicos. Puso un colchón en la ventana y los abrazó muy fuerte. “Yo los quiero muchísimo. Cuídense entre ustedes”, les dijo. Sacó primero a Carlos, después a María. Finalmente salió ella con el pañuelo en alto. Un vecino la recuerda delgadita y con el bebé en brazos. La balearon. Mariano fue separado del cuerpo de su madre con una patada. “Yo no la he visto a mi madre muerta,” dice María. “Los recuerdos de mi madre, de mi niñez me los llevo yo.”

María y sus hermanos quedaron solos en el baldío. Uno de los policías les pidió a Raúl y Olivia, una pareja de jóvenes vecinos, que los alojaran en su casa. A fines de marzo, los llevaron al  juzgado de Lomas de Zamora a cargo de la jueza Dora Marta Pons. Contaron en detalle todo lo que había pasado: la policía había matado a la madre, el padre estaba preso, tenían familia en Paraguay, eran queridos. La jueza, sin embargo, ingresó los casos como NN. 

Olivia no quiso hablar conmigo. Me hubiera gustado preguntarle cómo fueron esos días con los chicos, si dormían, comían, si lloraban. Lo único que sé es que curaron una herida de bala en la cabeza de Carlos como pudieron, que tuvieron miedo de llevarlo a un hospital. Carlos todavía tiene secuelas de esa herida.

En la Unidad 9 de La Plata, Julio estaba cada vez más preocupado. En un sueño vio a Vicenta muerta. A través de sus abogadas y de amigos de Quilmes se enteró de que había sido asesinada y de que los hijos estaban a disposición de la Pons. Envió cartas pidiéndole a la jueza que entregara la guarda a su hermana Lucila, que viajó expresamente desde Paraguay. La jueza ignoró los pedidos y la evaluación positiva de la asistente social María Felicitas Elías e internó a los chicos en la Casa de Belén. En medio del horror, María pudo resistir pensando en su mamá: “Siempre quería volver hacia ella.”  

En esos años de terror, hasta el guaraní, antes idioma de cariño, el idioma de los abuelos, fue atravesado por el horror, usado para insultar a los chicos en la Casa de Belén –“Aña memby”, “hijos del diablo”, gritaba su apropiador– y para hostigar a Julio durante las sesiones de tortura que sufrió en el penal de La Plata. 

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Él fue liberado en 1980 y expulsado del país por extranjero. A través de las gestiones de la Agencia para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR) pudo conseguir asilo político en Suecia. Desde allí inició una larga gestión con el apoyo de Amnesty International, el ACNUR, la Cruz Roja y el Centro de Estudios Legales Sociales para recuperar a sus hijos. Una de las últimas decisiones de la Corte Suprema de Justicia de la dictadura dispuso la revinculación de la familia Ramírez. En diciembre de 1983, a pocos días de la asunción de Raúl Alfonsín, Julio viajó a Buenos Aires a buscar a los chicos. Hacía casi diez años que no se veían.

María y Carlos no recordaban a su padre, Mariano casi no lo había conocido. 

María se enfermó en el avión. La llegada a Suecia fue difícil, tuvo que aprender un nuevo idioma y no podía hablar sobre lo que había pasado. Durmió hasta los 18 años con un cuchillo bajo la almohada, no se le iba el miedo. Pasó mucho tiempo hasta que pudo contarle a su padre los abusos de todo tipo que había sufrido en la Casa de Belén; la habían amenazado de muerte si contaba. “Es un trauma que no he superado», afirma.

Sin embargo, en Suecia, María fue encontrando aliadas. En la escuela, con el cariño de sus maestras aprendió rapidísimo el idioma y encontró en la literatura modos de pensar lo que le había pasado. Aún hoy, recurre a la Divina Comedia y a la Odisea para buscar inspiración para sus cuadros y para pensar su propia vida. En aquellos primeros años en la escuela leyó con pasión literatura sueca y se enamoró de la obra de Astrid Lindgren. En la Universidad comenzó a pintar. Su primer cuadro, un autorretrato, revela el conflicto interno de María frente a su terrible pasado. Mirándose al espejo, María ve a una figura oscura, contenida en el dolor, siniestra. La conversación con sus profesores y compañeros cuando mostró esta primera obra la alertó sobre la oscuridad que la experiencia de la Casa de Belén le había dejado. 

En mayo de este año, Julio viajó a Buenos Aires con sus tres hijos para cerrar la historia y quizá, incluso, empezar de nuevo. “No van a condenar a nadie,” decían los Ramírez, agobiados por el peso de años de desilusiones y demoras. Los jueces, sin embargo, dictaminaron que todo lo que sufrieron los hermanos Ramírez en la Casa de Belén era parte de la práctica concentracionaria de la dictadura. La sentencia completa deberá ser traducida al guaraní, por orden de los jueces, y enviada al Paraguay, iniciando así una ruta de regreso y reparación.  

María se había tomado unas vacaciones de su trabajo de enfermera para viajar a la Argentina. Se reservó unos días más para poder recuperarse a su regreso a la casa en Malmö donde vive con su pareja y su hijo de 6 años. Pero a diferencia de otros viajes, esta vez la llegada no fue dolorosa ni la hundió en la depresión. Estaba tranquila, en paz. Aprovechó esos días para volver a pintar tras ocho años de no hacerlo. “Después del veredicto, llegué con tanta inspiración”, dice María sonriendo. Los nuevos cuadros buscan representar  un presente de justicia. María los imagina colgados en la Casa de Belén, ya transformada en sitio de memoria.

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