Echar pa’lante

La madre de Sarahy, una enfermera venezolana, emigró de su país por la falta de trabajo, los desabastecimientos y las dificultades de construir un futuro mejor. Vivió dos años en Colombia y después probó suerte en Argentina: tardó nueve días en llegar por tierra a Buenos Aires. La investigadora Gabriela Sala narra en primera persona la vida de una mujer que vive entre los cuidados familiares, los de sus pacientes y el agotamiento de un devenir siempre precario.

Mi esposo murió en 2010, cuando mi hija tenía un año y diez meses. Estudié enfermería mientras trabajaba y mis padres y hermano cuidaban a Sarahy. Me gradué en 2017. Ese año dejé Venezuela y me fui a Colombia. Decidimos salir un día en que solo había tres arepitas para comer. Esa falta de comida, de ver que tú trabajas y no te rinde, o que tienes la plata y no puedes comprar porque no hay comida, las colas kilométricas para comprar una harina Pan. Entonces tú dices: aquí no hay futuro. 

A Colombia fui con Wildred, mi esposo, porque no teníamos mucho dinero para ir más lejos. Ahí estuvimos dos años. Viajamos en autobús. Cruzar la frontera fue algo tedioso porque la Guardia Nacional te quita los dólares si te los descubren. Los escondí en mis pantaletas. Ellos ya conocían los lugares y se ponían a revisar la presilla del pantalón o el brasier o las medias. Tan profundo no te revisaban. 

Tengo nacionalidad colombiana por mi mamá. La tramité antes de salir de Venezuela. Quizás por eso se me hizo más fácil. Conseguí trabajo como enfermera domiciliaria a la semana de haber llegado. Empecé con guardias esporádicas, ganando poco, hasta que tuve pacientes fijos. Para Wildred fue más complicado por la documentación. Con lo poco que yo ganaba pagábamos la habitación y la comida. Sacaba para mi pasaje, unos pesitos para mandar a mi mamá, mi papá y a Sarahy, y le daba a él para que entregara currículum.

En Colombia los horarios de trabajo son muy esclavizantes y no podía tener a mi hija conmigo. Una sale de trabajar a las cuatro y media de la mañana, porque todo es lejísimo y las colas que se hacen para viajar son infernales. ¿Con ese horario cómo podía criar a Sarahy? Imposible. En 2019 decidí partir de nuevo.

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Mi mamá llevó a Sarahy a Bogotá. De ahí nos tardamos nueve días en llegar rodando a Buenos Aires. Bajábamos de un autobús y comprábamos pasajes en otro para ahorrar dinero. En el camino nos encontrábamos con personas que nos contaban cómo hacer las escalas y dónde convenía hacer las paradas. 

Nos trataron bien hasta llegar a la frontera de Chile. Ahí había más tensión porque a mucha gente no la dejaban pasar. Así vinieran para Argentina, los regresaban. De hecho fue el único sitio donde me pidieron el acta de defunción del papá de Sarahy. 

En Santiago de Chile pasamos la noche en la terminal. Los de seguridad no nos sacaron por Sarahy. 

– No, pero aquí no pueden permanecer, que no se que más… pero bueno… voy a hacer la excepción porque están con una guagua. 

Yo saqué unas cobijas que tenía a la mano para Sarahy, por lo menos. Pegamos dos maletas, la acosté ahí y le lancé las cobijas y el gorro encima. Estaba rodeada de puras maletas que le cortaban un poco el frío. Fue una noche en pleno invierno.

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Cuando llegué a Buenos Aires empecé a trabajar en un restaurante de shawarma. Me llevó mi hermano, que ya vivía en Argentina. El señor quería que yo fuese cajera, moza, que llegara temprano a acomodar las heladeras y armar las comidas, picar y sellar las papas, picar que si la lechuga, el tomate, todo eso en la mañanita. Yo sólo le pude decir: todo perfecto, pero para ser cajera, te voy a ser sincera, yo llegué apenas ayer, no me conozco los billetes, ni las monedas. 

Después, el hombre me dijo primero que no le servía y que si quería ir a limpiarle la casa. El apartamento quedaba cerquita del local. Estaba cochinísimo, horrible. Era un hombre solo y cochino. Yo preferí limpiar sola porque no lo conocía y me daba desconfianza. En una de sus subidas, cuando me llevó el shawarma, él se quiso propasar. Yo estaba limpiando y me arrinconó en un sitio y me abrazó y yo le dí un empujón con la mano. Le dije: ¿qué te pasa? respeta, yo aquí vine a limpiar no hacer más nada

Entonces se empezó a reír, se quitó y se fue. Yo seguí limpiando. Al rato volvió con lo mismo. Otra vez se echó a reír, pero una risa así, pícara, que insinuaba cosas. Entonces me dijo que ahora sí me aceptaba, que podía trabajar en su restaurante aunque no supiera de la cuestión de los billetes, que lo iba a ir aprendiendo. 

Me daba miedo si me llegaba a hacer algo, porque era un hombre grandísimo, cuadrado, cuerpado. En una o dos ocasiones yo estaba de espaldas picando tomates y él me pasó súper pegado. Le decía – pero qué pasa, respeta. Cuando cumplí el mes me dijo que no fuera más. 

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A pesar de no tener matrícula para trabajar en hospitales, en Buenos Aires trabajo como enfermera a domicilio, o sea, hago cosas que no puede hacer una cuidadora. Igual en Colombia, pero allá tenía pacientes más básicos que los que manejo aquí. Eran pacientes con ACV que no dependían de una máquina para respirar. El trabajo era un poco más simple: colocarle tratamiento intramuscular, bañarlos, llevarlos a las citas médicas, informar a los familiares, llevarlos a terapia. Ahora acá trabajo con pacientes con patologías más complejas, que dependen de un ventilador mecánico, que se alimentan por una sonda que va directo al estómago. También hay que bañarlos, asistirlos. Son totalmente dependientes.

Un compañero con el que trabajé en un hospital en Caracas me recomendó una agencia. Me dijo que era día y noche por medio, con todo el día libre. En aquel momento, cuando no estaba el país como está ahorita, el dinero te rendía un poquito más. Él me entrenó, me puso en contacto con la coordinadora. Después me hizo la introducción con una paciente, me explicó todo y arranqué sola. 

Los primeros días se me hizo un poco complicado porque su enfermedad la tenía totalmente inmóvil. Lo único que podía mover eran los ojos y eso hacía difícil entender lo que quería. Después, nada más con verla yo sabía. 

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Al llegar una se cambia el uniforme. Ahí te recibe la señora que está, te explica cómo estuvo el paciente durante el día, si presenta alguna eventualidad o si todo se mantuvo igual. Ahí entrás en acción con el paciente: hay que medirle los signos vitales, cambiarle el pañal, asearlo, aspirarlo si tenés que aspirarlo, hacerle higiene bucal, hacerle sus respectivas curas de traqueotomía y gastronomía y rotarlo cada cierto tiempo, porque sino se escaran y les salen esas úlceras por presión.

Cuando terminas todas esas cosas una se sienta, pero siempre estás viendo la cama a ver si hace falta algo, si necesita algo o dándole su vueltita. Pasas la noche en vela en una silla. Pienso en qué falta de consideración de los familiares, porque te dan una silla de lo más incómoda, sillas de tubitos de metal. Pasar tanto tiempo en esa silla me fregó la cervical. Entonces esa parte también es un poco desmotivadora.

Los familiares a veces son más intensos que los pacientes, porque ellos están postrados y muchas veces no hablan. Entonces el familiar te dice: ¿Qué tal? De este botellón de agua no podés tomar agua tú. Es solamente para el paciente. Si tú tienes sed agarra agua de la canilla. Hay algunos que son cordiales. Son muy pocos. La mayoría son indiferentes, no les importas tú como persona, que te ofrezcan un té, un café, son muy escasos. También, la mayoría de los que te dicen ahí hay café es para que pases la noche, para que no te duermas. En su gran mayoría piensan que una no está. Una sabe que están pagando tus servicios, pero de este lado también somos personas. 

Me encariñé con algún paciente cuando estaba recién empezando en enfermería. No digo que a estas alturas no, pero una va superando esa etapa. Mi mamá dice que yo tengo el corazón de hierro, pero lo aprendes, porque sino vas a ir por la vida llorando a tantos pacientes. En esta carrera tú tienes que ser así. A mí no me gusta tratarlos mal. A pesar de que el paciente no hable, igual le explico cualquier procedimiento que le voy a hacer. –Fulanito, te voy a cambiar el pañal. ¿Oíste? Me colabora…. Siempre trato de explicarles, de hacer las cosas con cuidado, de no lastimarlos.

En este momento me pagan doscientos pesos la hora. Fíjate, esa diálisis duraba veinte minutos y yo me hacía en ese tiempo lo que me hacía con doce horas de guardia y quizás un poquitico más. El pago me llevó a tomar la decisión de trabajar de delivery. Una es quien trasnocha y tiene que cargar con la responsabilidad de un paciente. Si se presenta alguna dificultad durante tu turno, tú tienes que saber cómo resolver para poder salvarle la vida hasta que lleguen los médicos o la ambulancia. Pero las agencias no valoran eso. A ellos lo único que les importa es recibir dinero. 

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El año pasado me llamaron dos veces para prestar el servicio en un hospital. La primera me pidieron la matrícula. La segunda no acepté porque a Sarahy le daba miedo que me muriera. Estaba empezando la pandemia. Todos estábamos a la expectativa de este nuevo virus, pensando que si te agarra te mueres. A ella se le transmitió todo ese miedo y me pedía que no trabajara con pacientes con Covid-19. Entonces me quedé con pacientes a domicilio.

Una amiga enfermera que trabajaba de manera particular haciendo diálisis peritoneal necesitaba otra enfermera. Me iba mucho mejor que trabajando para la agencia, porque como era algo particular el pago era mayor.

Cierto día a ese paciente se le murió un hermano. El paciente tenía muchas enfermedades y, a pesar de eso, lo llevaron al velorio. Allí alguien lo contagió. Esa noche me tocaba hacerle la diálisis. Él carraspeaba como de costumbre. Cuando me le acerqué a hacerle algo en el catéter y prácticamente me tosió en la cara. 

El señor empezó a presentar síntomas como a los cuatro días. Al sexto día de esa diálisis empecé yo. En el hospital Ramos Mejía me preguntaron con quién vivía y si tenían síntomas. Les dije que todos estaban bien, aunque Sarahy tenía un dolor de cabeza fuerte. Nos hisoparon y nos mandaron a un hotel a esperar los resultados. Dimos positivas. 

Gracias a Dios Sarahy no tuvo más síntomas, únicamente ese dolor de cabeza fuertísimo. Yo sí. En un sólo momento sentí falta de aire, cuando ella se estaba bañando. No avisé a los médicos, porque si me llevaban a un hospital ¿con quién quedaba Sarahy? Entonces, como tenía dexametasona a la mano, me senté en la cama, traté de respirar profundo y no alarmarme y me la inyecté. Me quedé sentada, tranquila. Al rato fue fluyendo y empecé otra vez a sentir mi respiración normal. 

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Atender a mi hija es la parte más complicada. Me cuesta mucho porque no tengo alguien que me la pueda buscar y llevar a la escuela. Trabajo de noche para que me quede el día libre y poder hacerlo tranquila.

Llego de trabajar a las nueve de la mañana. Tengo que hacerle el desayuno, despertarla, que se bañe, que se cambie, que guarde todo. Total que no duermo cuando vuelvo de estar con los pacientes. Y después de llevarla al colegio me pongo a cocinar nuevamente para Wildred y para mí.

Un día, después de hacer una diligencia, llegué a la casa a las cuatro de la tarde, cansadísima, porque no había dormido nada. Me acosté un ratico, puse mi alarma para las cuatro y media y caí como una piedra. Cuando sonó yo no la sentí. Del colegio me empezaron a llamar, llamar y llamar y yo no sentí el teléfono y eran las cinco y media. Llamaron a mi hermano y a Wildred, que estaba manejando y no contestó. Como por cosas de Dios, abrí los ojos y cuando vi la hora ya tenía quince minutos de retraso. Me puse los zapatos y salí corriendo, despeinada. Llegué al colegio y la profesora: ay, son las cinco y media. Y yo: y bueno profesora disculpe pero es que llegué muy cansada. Ella tampoco sabe mi rutina ni nada: Que no vuelva a pasar por favor. De verdad que eso se me salió de las manos, no sentí la alarma, no sentí llamadas, nada. Por suerte no me ha vuelto a pasar.

Diciembre 2021

*Gabriela Sala es Licenciada en sociología UBA. Investigadora del CONICET con sede en el Programa de Investigaciones sobre Trabajo y Empleo Urbanos (PITEU), Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL), CONICET
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